Mi morena La plaza del Indiano
Relatos y algunas historias

LA PLAZA DEL INDIANO

Pasó una semana aproximadamente de aquel espionaje ridículo e infantil. Yo continué pintando las habitaciones de la casa que me faltaban y colocando las pocas cosas que traje conmigo. Eso sí, no me perdía mi cita de las cinco por nada del mundo. Se había convertido ya casi en un desahogo, una especie de meditación extraña. Durante esa media hora que el caballero permanecía allí, yo me sentía en paz.

Descubrí que los viernes en una explanada más amplia del pueblo había mercadillo y me animé a ir. Estando parada en la cola de un puesto de fruta, alguien se me acerca y me dice:

—¿Es usted la mujer que me seguía la otra tarde?

Sentí de repente un calor recorriendo todo mi cuerpo y aparcando en mi cara. El corazón empezó a latirme más rápido y la boca se me quedo tan seca que no era capaz de articular palabra alguna. Con un hilo de voz conseguí decir:

—Si soy yo, siento si le molesté.

—No al contrario, me hizo ilusión. ¿Sabe usted la de tiempo que una mujer no se interesaba por mi?—dijo mi caballero misterioso, riéndose simpáticamente, para mi total sorpresa.

—Fue algo impulsivo, no volveré a hacerlo.—contesté intentando salir de aquel atolladero.

—¡Oh que lástima! Yo que ya les había contado a mis amigos que tenía una admiradora—seguía bromeando—Solamente me gustaría saber el motivo, ¿porqué me siguió?

—Bueno, verá, yo es que llevo poco tiempo viviendo en el pueblo. Vivo en la Plaza del Indiano y le veo todas las tardes dejar ese maravilloso pañuelo rojo. Sentía curiosidad nada más.—acerté a responderle.

—¡Ah ya entiendo!. Venga esta tarde, siéntese conmigo en el banco de la plaza y se lo contaré todo.—esa fue su respuesta.

Me pareció un hombre increíble, su simpatía y su amabilidad hacia mi. No todo el mundo hubiera entendido con ese humor, mi fatídica persecución. La conversación fue breve pero suficiente para darme cuenta, que, debajo de ese sombrero se escondía una buena persona, con una sabiduría y un saber estar de los que no se aprenden en escuelas. No sabría explicarlo, sólo sé que sentí una conexión diferente, quizás ya la sentía antes, aún sin haber hablado con él, solo con observarle en la plaza.

Estuve el resto del día muy nerviosa, como la niña que espera el día que sus padres van a llevarla al parque de atracciones, así me sentía. Deseando que llegaran las cinco de la tarde. Por fin llegó la hora y allí estaba puntual como un reloj mi misterioso caballero. Se presentó muy educado, Andrés, ese era su nombre. Me dijo que le diera un minuto mientras ataba el pañuelo y luego se sentó junto a mí en el banco, donde tenía costumbre.
Y comenzó a relatarme una historia, la historia de su vida.

Andrés, que tenía 84 años, como era de esperar mis cálculos de edad habían fallado. Andrés era pescador, ya jubilado claro está, que se enamoró de Catalina, hija de una familia acomodada del pueblo.
Catalina era la biznieta de la mujer que trajo al Indiano en una maceta. Era el año 1956, él tenía 20 años y ella 17. La edad no era su mayor impedimento, era la familia de ella. No querían que su hija se casara con un simple pescador. Además, la familia por los tiempos que trascurrían no estaba en su mejor momento. Y como seguían manteniendo contacto con un familiar que se quedó en México y tenía negocios bastante fructíferos, contemplaban la idea de marcharse allí y que su hija pudiera casarse con algún rico terrateniente.

Catalina que también se enamoró de Andrés perdidamente, no quería irse a Méjico de ninguna manera. Mantuvieron un idilio de pasión y locura. Se querían, se amaban, se respetaban, bebían los vientos cada uno por el otro. Soñaban con viajar, con hijos, hasta con envejecer a la vez. Intentaban pasar todo el tiempo del mundo juntos, a pesar de que lo tenían que hacer a escondidas.

Su lugar de encuentro, como no podía ser otro, bajo aquel Indiano. En aquellos años no existía la plaza, ni los bancos, ni las casas, sólo el corpulento árbol que les cobijaba, mientras ellos desataban su pasión.
Mantenían como una especie de código secreto para saber si podían verse. A ella le costaba mucho escaparse de su casa para encontrarse con Andrés. Cuando ella veía que esa noche iba a poder reunirse con él, ataba un pañuelo rojo en la rama del árbol. Cuando él regresaba del puerto lo veía y ya sabía que ese día se encontrarían.

Un día como otro cualquiera que Andrés volvía del puerto, vio el pañuelo como de costumbre. Al caer la noche acudió al encuentro de su amada, únicamente que ese día Catalina no apareció. Volvió durante tres noches seguidas y ni rastro de ella.

A los pocos días se enteró que la familia de Catalina, junto con ella habían zarpado aquel día en el barco trasatlántico de las cinco de la tarde rumbo a Méjico. Desde entonces él, no ha faltado ningún día a su cita.

Después de que Andrés terminara su relato, le cogí su mano y apoyé mi cabeza en su hombro. Descubrí que a veces la vida no es justa, no podemos escribirla, ni planearla, no nos da tregua, aún así y a pesar de todo, si podemos sonreírle. Descubrí como mantener siempre la esperanza.

“El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta”

Federico García Lorca.
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-Que la Luna os sonría-

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